Cartas persas - Montesquieu
Montesquieu
Cartas persas
Traducción
María Rocío Muñoz
7
PREFACIO DEL AUTOR
No he dedicado este libro a nadie, ni pido protección para él. Si es
bueno
se leerá; y si es mello me importa poco que se lea o se deje
de leer.
He elegido las cartas que aquí van para tantear el gusto del público,
pero tengo en cartera muchas otras que podré publicar a continuación.
Para esto pongo, sin embargo, una condición, y es que no se sepa
quién soy. A partir del momento en que se llegara a saber mi nombre
me callaría. Conozco a una mujer* que anda con bastante gracia, pero
que empieza a cojear en cuanto se la mira. Bastantes defectos tiene
ya la obra como para que, por añadidura, exponga yo a la crítica los
de mi persona. De saberse quién es el autor, se diría: Su libro no está
a tono con su posición; debería emplear el tiempo en algo mejor; no
es digno de un hombre serio. En los críticos no falta nunca tal suerte
de reflexiones que no exigen aguzar demasiado el ingenio.
Los persas que aquí escriben estuvieron alojados conmigo; hacíamos
vida en común. Me miraban como a un hombre de otro mundo
y, por ello, no me ocultaban nada. Y es que, en efecto, gentes
trasplantadas desde tan lejos no podían tener secretos. Me dejaban
* Probablemente se trata de madame de Montesquieu. [N. del ed.]
8 Montesquieu
leer la mayor parte de sus cartas y yo las copiaba. Les sorprendí incluso
algunas que se hubieran guardado muy bien de confiarme, pues
eran en extremo mortificantes para la vanidad y el orgullo persas.
Así pues, me he limitado a hacer el oficio de traductor. Todo mi
trabajo
ha consistido en verter la obra en el odre de nuestras costumbres.
En cuanto me ha sido posible he procurado evitarle al lector
el lenguaje asiático, liberándole también de infinidad de términos sublimes
que le hubieran remontado hasta aburridas regiones celestes.
Pero no acaba aquí todo lo que he hecho en su favor. He suprimido
los largos cumplidos en los cuales los orientales se muestran
tan pródigos como nosotros y he pasado por alto un infinito número
de esas minucias que tan mal resistirían ser publicadas y que
siempre deben quedar enterradas entre amigos.
De haber hecho otro tanto la mayor parte de los que nos han
dejado colecciones de cartas, sus obras se hubieran desvanecido
ante sus propios ojos.
Hay algo que a menudo me ha causado asombro, y ha sido ver
que estos persas estaban a veces tan al corriente como yo mismo de
las costumbres y formas al uso de nuestro país, conocían las más
sutiles circunstancias y observaban cosas que, estoy seguro, han escapado
a muchos alemanes que han viajado por Francia. Atribuyo
esto a su larga permanencia entre nosotros, y además es más fácil
para un asiático familiarizarse con las costumbres de Francia en un
año, de lo que resultaría a un francés conocer las costumbres asiáticas
en cuatro, ya que éste entrega pronto su confianza, mientras que
el primero es poco comunicativo.
La tradición permite a todo traductor, e incluso al comentador
más ignorante, adornar el principio de su versión o de su glosa con
un panegírico del original, poniendo de relieve su utilidad, mérito o
excelencia. Yo no he querido hacerlo y las razones son fáciles de
adivinar. Una de las primeras es que tal panegírico resultaría una
cosa tediosa que tendría que ir en una parte del libro ya de por sí
aburrida, es decir, en el prefacio.
Per servir sempre, o vincitrice, o vinta.*
* Para servir siempre, o victoriosa o vencida. [N. del ed.]
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I. USBEK A SU AMIGO RUSTÁN, EN ISPAHÁN
Sólo nos detuvimos un día en Kum. Una vez hechas nuestras oraciones
ante la sepultura de la virgen que dio al mundo doce profetas,
nos pusimos de nuevo en camino; y ayer, a los veinticinco días
de nuestra salida de Ispahán, llegamos a Tauris.
Rica y yo somos quizá los primeros persas a los que el ansia de
saber ha impulsado a salir de su país y que han renunciado a las dulzuras
de una vida tranquila para ir a buscar afanosamente la sabiduría.
Nacimos en un reino floreciente pero nunca creímos que sus límites
tuvieran que ser los de nuestros conocimientos o que tan sólo
la luz oriental debiera iluminarnos.
Infórmame de lo que se dice sobre nuestro viaje. No es necesario
que me adules: de sobra sé que no cuento con la aprobación de
muchos. Dirige tu carta a Erzerún donde me detendré algún tiempo.
Adiós, querido Rustán, ten la seguridad de que donde quiera que
me encuentre, tienes un amigo fiel.
Tauris, 15 de la luna de Safar, 1711.
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II. USBEK AL PRIMER EUNUCO NEGRO,
EN SU SERRALLO DE ISPAHÁN
Eres el fiel guardián de las mujeres más bellas de Persia. Te he confiado
lo que más caro me era en el mundo. En tus manos tienes las
llaves de esas puertas fatales que no se abren sino para mí. Mientras
tú velas por ese depósito precioso a mi corazón, éste puede entregarse
al descanso y gozar de una seguridad plena. Haces la guardia
en el silencio de la noche así como en el tumulto del día. Tus cuidados
infatigables sostienen la virtud cuando vacila. Si las mujeres que
guardas quisieran escapar a su deber, tú les harías perder toda esperanza.
Eres el azote del vicio y la columna de la felicidad.
Tú mandas sobre ellas y las obedeces. Tú cumples ciegamente
todos sus deseos y al mismo tiempo les haces cumplir las leyes del
serrallo. Haciéndoles los servicios más viles hallas tu gloria; con
respeto y temor te sometes a sus órdenes legítimas; las sirves cual
esclavo de sus esclavos. Pero recobrando el mando gobiernas igual
que yo; como dueño, siempre que temes que se relajen las leyes del
pudor y de la modestia.
Acuérdate siempre de la nada de la que yo te hice salir cuando
eras el último de mis esclavos, para colocarte en ese puesto y confiarte
las delicias de mi corazón. Guarda una actitud de profunda
humildad ante aquellas que comparten mi amor, pero no dejes de
hacerles sentir su extrema dependencia. Procúrales todos los placeres
que puedan ser inocentes; distrae sus inquietudes, diviértelas
con la música, los bailes, con bebidas deliciosas. Convéncelas de
que se reúnan a menudo. Si quieren ir al campo, puedes llevarlas.
Pero evita que algún hombre pueda aproximarse a ellas. Exhórtalas
a la limpieza del cuerpo que es la imagen de la pureza del alma.
Háblales de mí alguna vez. Quisiera verlas de nuevo en ese lugar
encantador que ellas embellecen.
Adiós.
Tauris, 18 de la luna de Safar, 1711.
Cartas persas 13
III. ZACHI1 A USBEK, EN TAURIS
Ordenamos al primer eunuco que nos llevara al campo. Como él te
dirá no nos ocurrió ningún percance. Cuando tuvimos que atravesar
el río y salir de nuestras literas, nos metimos, como de costumbre,
en los palanquines. Los esclavos nos llevaron sobre sus espaldas
y escapamos a todas las miradas.
¿Cómo habría podido, querido Usbek, vivir en tu serrallo de Ispahán,
en esos lugares que, recordándome sin cesar los placeres
pasados, excitaban a diario mis deseos con renovada violencia? Iba
de estancia en estancia buscándote siempre y sin encontrarte nunca;
en cambio, por todas partes hallaba un recuerdo cruel de mi felicidad
pasada. Tan pronto me creía en aquel lugar en que, por primera
vez en mi vida, te recibí en mis brazos, tan pronto en aquel otro en
que decidiste la famosa disputa entre tus mujeres. Cada una de nosotras
se creía superior en belleza a las demás. Nos presentamos
delante de ti después de haber agotado en vestidos y adornos cuanto
la imaginación puede idear.
Viste con placer los milagros de nuestro arte y admiraste hasta
dónde nos había llevado el ardiente deseo de gustarte. Pero en seguida
hiciste que estos encantos prestados cedieran ante gracias
más naturales y destruiste toda nuestra obra. Fue preciso despojarse
de aquellos adornos que habían llegado a desagradarte y aparecer
ante ti en la simplicidad de la naturaleza. No me preocupaba el
pudor. Sólo pensaba en mi triunfo. ¡Cuántos encantos, feliz Usbek,
fueron develados ante tus ojos! Te vimos, durante mucho tiempo,
errar de embeleso en embeleso; tu alma indecisa tardó en determinarse;
cada nueva gracia te pedía un tributo. En un momento, a
todas nos cubriste con tus besos; llevaste tus curiosas miradas hasta
1 Zachi: Es una de las esposas de Usbek. El harén de un gran señor, comprendía tres
clases de mujeres: las esposas, luego las amantes o favoritas y por último una especie de
camareras, que venían a ser como las odaliscas de los turcos. [N. del trad.]
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lugares más secretos; nos hiciste pasar en un instante por mil situaciones
diferentes. Continuamente nos dabas nuevas órdenes y cada
una renovaba nuestra obediencia. Te confieso, Usbek, que una pasión
más viva que la ambición me hizo desear gustarte. Sentía que,
poco a poco, me iba haciendo la dueña de tu corazón. Me cogiste,
me dejaste, volviste a mí y supe retenerte. El triunfo fue todo mío y
para mis rivales fue la desesperación. Nos pareció que habíamos
quedado solos en el mundo; nada de lo que nos rodeaba fue digno
de nuestra atención. ¡Ojalá el cielo hubiera querido dar a mis rivales
valor suficiente para ser testigos de las pruebas de amor que recibí
de ti! Si hubieran visto mis éxtasis habrían notado la diferencia que
hay entre mi amor y el suyo; se habrían dado cuenta de que, si pueden
rivalizar conmigo en encantos, no pueden compararse en sensibilidad.
Pero, ¿dónde estoy? ¿A dónde me lleva este vano relato? Es una
desgracia no ser amada nunca, pero dejar de serlo es una afrenta.
Nos abandonas, Usbek, para andar errante por tierras extrañas. Y
ser amado, ¿no es nada para ti? No sabes, ay, lo que pierdes. Mis
suspiros no son escuchados y mis lágrimas se vierten sin que tú las
disfrutes. Parece que el amor respira en el serrallo y tu insensibilidad
te aleja de él. ¡Ojalá, querido Usbek, puedas ser feliz!
Serrallo de Fatmé, 21 de la luna de Muharram, 1711.
IV. ZELIS A USBEK, EN ERZERÚN
Decididamente este monstruo negro se ha propuesto desesperarme.
Quiere privarme a toda costa de mi esclava Zelida, que me sirve
con tanto afecto y cuyas expertas manos hacen llegar a todas partes
los adornos y las gracias. No le basta que esta separación me cause
dolor; pretende además que sea deshonrosa para mí. El traidor
quiere considerar criminales los motivos de mi confianza y como se
Cartas persas 15
aburre detrás de la puerta donde le mando siempre, se atreve a suponer
que ha oído y visto cosas que yo misma no podría imaginar.
¡Qué desgraciada soy! Ni mi recogimiento ni mi virtud pueden ponerme
a cubierto de sus extravagantes sospechas. Los ataques de un
vil esclavo llegan hasta tu corazón y he de defenderme. Pero no,
tengo demasiado respeto de mí misma para rebajarme a dar explicaciones.
No quiero por fiador de mi conducta más que a ti mismo,
más que a tu amor y al mío y, si es preciso decírtelo, Usbek querido,
más que a mis lágrimas.
Serrallo de Fatmé, 29 de la luna de Muharram, 1711.
V. RUSTÁN A USBEK, EN ERZERÚN
Eres el tema de todas las conversaciones en Ispahán; no se habla
más que de tu marcha. Unos la atribuyen a ligereza de espíritu, otros
a algún disgusto que hayas podido sufrir. Sólo tus amigos te defienden
sin convencer a nadie, porque nadie comprende que puedas
abandonar
a tus mujeres, a tus padres, a tus amigos y, en fin, a tu patria,
para trasladarte a países desconocidos para los persas. La madre
de Rica está desconsolada; te reclama el hijo que, según dice, le
has quitado. En cuanto a mí, mi querido Usbek, me siento inclinado
a aprobar todo lo que has hecho, pero no llegaré nunca a perdonarte
completamente tu ausencia. Mi corazón nunca comprenderá tus razones,
cualesquiera que sean.
Adiós. Apréciame siempre.
Ispahán, 28 de la luna de Rebiab, 1, 1711.
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VI. USBEK A SU AMIGO NESSIR, EN ISPAHÁN
A una jornada de Eriván dejamos el límite de Persia entrando en
territorio turco. Doce días después llegamos a Erzerún donde nos
quedaremos tres o cuatro meses.
Quiero confesarte, Nessir, que sentí un secreto dolor al dejar de
pisar tierra persa y encontrarme entre los pérfidos osmanlíes.2 A medida
que me adentraba en el país de estos profanos3 me parecía que
yo mismo me volvía profano.
Mi patria, mi familia, mis amigos, se hicieron realidad en mi espíritu.
Despertó en mí la ternura; una cierta inquietud acabó de turbarme
y me convenció de que había hecho demasiado para mi propia
tranquilidad.
Pero lo que más aflige a mi corazón, son mis mujeres, y no puedo
pensar en ellas sin sentir nostalgia.
Esto no significa que las ame, Nessir. Me encuentro a este respecto
como insensibilizado a los deseos. En el numeroso harén en
que he vivido he evitado el amor y lo he aniquilado. Pero de mi
frialdad surge una secreta pasión de celos que me devora. Me imagino
un tropel de mujeres casi totalmente abandonadas a sí mismas;
los que han de responderme de ellas son espíritus cobardes. No me
sentiría seguro aunque mis esclavos fuesen fieles. ¿Cómo será, pues,
si no lo son? ¡Cuán tristes noticias pueden llegarme a los lejanos
países que vaya a recorrer! He aquí un mal al que mis amigos no
pueden poner remedio, ya que se trata de un lugar cuyos secretos
2 Los pérfidos osmanlíes: Los turcos u osmanlíes, del nombre de Otmán I fundador del imperio,
en 1299.
3 Estos profanos: En el sentido de sacrílegos, en razón del cisma que separó a los persas de
los otomanos. Abubeker, primer sucesor y suegro de Mahoma, representa a la secta de los
sunnitas, y Alí, yerno de Mahoma, a la de los chiítas. Alí se sublevó y murió asesinado, por lo
cual simboliza la suerte desgraciada del pueblo persa, cuyo intercesor es ante Dios. Al casarse
Hussein, su hijo menor, con la princesa persa Bibi-Sharbanu, unió la sangre iraní con la del
profeta. Éste fue asesinado a su vez, por el califa Damas y el aniversario de su muerte constituye
una de las más grandes fiestas del pueblo persa.
Cartas persas 17
deben ignorar y ¿qué podrían hacer ellos? ¿Es que no preferirían
mil veces una oscura impunidad a un castigo escandaloso? Te hago
partícipe de todas mis penas, Nessir. En el estado en que me encuentro,
éste es el único consuelo que me queda.
Erzerún, 10 de la luna de Rebiab, 2, 1711.
VII. FÁTIMA A USBEK, EN ERZERÚN
Hace dos meses que te marchaste, mi querido Usbek, y en el abatimiento
en que estoy no consigo acostumbrarme a la idea. Recorro
el serrallo como si estuvieras aquí y aún no estoy desengañada del
todo. ¿Qué quieres que haga una mujer que te ama, que estaba acostumbrada
a estrecharte entre sus brazos y cuya única ocupación era
darte pruebas de su ternura? Una mujer libre por su cuna, pero esclava
por la violencia de su amor.
Cuando me casé contigo mis ojos no habían visto todavía el rostro
de un hombre. Tú eres el único al que se me ha permitido ver, ya
que no puedo considerar hombres a estos horribles eunucos cuya
menor imperfección es la de no ser hombres. Cada vez que comparo
la belleza de tu rostro con la deformidad de los suyos, no puedo
dejar de sentirme dichosa. Mi imaginación no puede ofrecerme nada
más atractivo que tus encantos. Te lo juro, Usbek, si se me permitiera
salir de este lugar en que por mi condición permanezco encerrada,
si pudiera burlar la vigilancia, si pudiera elegir entre todos los
hombres que viven en esta capital de las naciones, te juro que te
volvería
a elegir a ti. No puede haber en el mundo, Usbek, nadie que
merezca ser amado tanto como tú.
No pienses que tu ausencia me haya hecho descuidar mi belleza,
para ti tan querida. Aun cuando nadie me ve y aunque los adornos
que me pongo no pueden hacer ahora tu felicidad, procuro, sin embargo,
mantener la costumbre de arreglarme. Nunca me acuesto sin
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haberme perfumado con las más delicadas esencias. Me acuerdo de
los días felices en que venías a mí. Un sueño engañador que me
seduce, me muestra al objeto querido de mi amor, mi imaginación
se pierde en su deseo y se engaña en sus esperanzas. Algunas veces
pienso que tú, hastiado de este penoso viaje, vas a volver a nosotras.
Por la noche tengo pesadillas que no pertenecen ni a la vigilia ni al
sueño, te busco a mi lado y me parece que huyes de mí. Finalmente,
el fuego que me devora disipa por sí mismo estos encantamientos y
me devuelve la fuerza. Me encuentro entonces tan animada...
Quizá no lo creas, Usbek, pero es imposible vivir de esta manera.
Corre fuego por mis venas. ¿Por qué no podré expresarte lo que
siento? y ¡qué fuertemente siento lo que no puedo expresarte! En
estos momentos, Usbek, daría el mundo entero por uno solo de tus
besos. ¡Qué desgraciada es una mujer que tiene deseos tan violentos
y que se ve privada del único que podría satisfacerlos; que, abandonada
a sí misma y sin nada que la distraiga, se ve forzada a vivir en
un continuo suspiro y en el furor de una pasión desbordada; que,
lejos de ser dichosa, ni siquiera le queda el consuelo de servir para
la felicidad de otro! ¡Inútil adorno de un serrallo; se la guarda quizá
para el honor, pero no para la dicha de su esposo!
Sois crueles los hombres. Os gusta que tengamos pasiones que
no podemos satisfacer. Nos tratáis como si fuéramos insensibles,
pero os disgustaría mucho que lo fuéramos. Creéis que nuestros
deseos, retenidos por tanto tiempo, se despertarán al veros. Pero
cuesta mucho trabajo hacerse querer y es más sencillo obtener de la
desesperación de nuestros sentidos lo que no os atreveríais a esperar
de vuestro mérito.
Adiós, Usbek querido. Piensa que sólo vivo para adorarte. Mi
alma está llena de ti y tu ausencia, lejos de hacerme olvidar, avivaría
mi amor si acaso pudiera ser aún más ardiente.
Serrallo de Ispahán, 12 de la luna de Rebiab, 1, 1711.
Cartas persas 19
VIII. USBEK A SU AMIGO RUSTÁN, EN ISPAHÁN
Me han remitido tu carta a Erzerún, donde me encuentro. Ya me
imaginaba que mi marcha daría lugar a comentarios pero no me preocupé
por ello. ¿A qué tengo que hacer caso, a la prudencia de mis
enemigos o a la mía propia?
Destaqué en la corte desde mi adolescencia y puedo decir que mi
corazón no llegó a corromperse. Al contrario, llegué a hacerme el
propósito de ser virtuoso. Desde que conocí el vicio me alejé de él y
sólo volví en su busca para desenmascararlo. Llevé la verdad hasta
los pies del trono, ante el cual hablé un lenguaje hasta entonces desconocido.
Desconcerté a los aduladores y asombré al propio tiempo
a los adoradores y al ídolo.
Pero cuando vi que mi sinceridad me había creado enemigos;
que me había atraído la envidia de los ministros sin obtener el favor
del príncipe;4 que en una corte corrompida no me sostenía más que
por una débil virtud, decidí abandonarla. Simulé un gran interés por
la ciencia, y a fuerza de simularlo llegué a tenerlo realmente. Dejé de
mezclarme en los asuntos y me retiré a una casa de campo. Esto, sin
embargo, tenía también sus inconvenientes, porque seguía expuesto
a las malas intenciones de mis enemigos y me había desposeído yo
mismo de los medios de prevenirme contra ellas. Ciertos avisos que
recibía hicieron que pensara seriamente en mi destino. Resolví abandonar
mi patria, y mi alejamiento de la corte sirvió de pretexto. Fui
a ver al rey. Le hablé del gran deseo que tenía de instruirme en las
ciencias de Occidente. Le insinué que mis viajes podrían ser útiles al
trono. Hallé gracia en sus ojos, me marché y de esta manera privé a
mis enemigos de una víctima.
He aquí, Rustán, el verdadero motivo de mi viaje. Deja que Ispahán
hable. Defiéndeme sólo ante los que me quieren y deja a mis
4 El príncipe: El príncipe reinante en 1711 era el shah Hussein, que murió asesinado en
1729.
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enemigos sus malignas interpretaciones. Ojalá sea éste el único daño
que puedan hacerme.
Ahora hablan de mí, pero es posible que alguna vez sea olvidado
y que mis amigos... No, Rustán, no quiero abandonarme a estos
tristes
pensamientos. Siempre me querrán. Cuento con su fidelidad
como con la tuya.
Erzerún, 20 de la luna de Gemmadi, 2, 1711.
IX. EL PRIMER EUNUCO A IBBI, EN ERZERÚN
Sigues a tu antiguo dueño en sus viajes. Recorres provincias y reinos.
No sientes la tristeza porque cada momento te muestra nuevas cosas;
todo lo que ves te divierte y te hace pasar el tiempo sin sentirlo.
A mí me pasa lo contrario. Encerrado en una prisión horrible,
estoy siempre rodeado de los mismos objetos y devorado por las
mismas penas. Gimo bajo el peso de las preocupaciones e inquietudes
de cincuenta años y no puedo decir que en el transcurso de una
larga vida haya tenido un día sereno ni un momento tranquilo.
Cuando mi primer dueño concibió el cruel proyecto de confiarme
sus mujeres y me obligó con proposiciones seductoras apoyadas
por mil amenazas a separarme para siempre de mí mismo, cansado
de hacer los trabajos más penosos, pensaba que, al acceder, lo único
que hacía era sacrificar mis pasiones a mi descanso y a mi fortuna.
¡Infeliz de mí! Mi espíritu me mostraba las compensaciones pero no
las pérdidas que sufría; esperaba librarme totalmente de los raptos
del amor por la impotencia de satisfacerlos. Mas, ay, se apagaron
en mí los efectos de la pasión pero no la causa5 y, lejos de sentirme
5 Pero no la causa: Existían varias clases de eunucos, según el tipo de mutilación a que eran
sometidos; algunos conservaban, incluso, medios suficientes que les permitían el matrimonio
y que podían provocar los celos de sus dueños. Evidentemente, el que se lamenta aquí no
estaba en este caso.
Cartas persas 21
liberado, me vi rodeado de cosas que me excitaban sin cesar. Entré
en el serrallo donde todo me traía el recuerdo de lo que había perdido.
Me sentía excitado a cada momento; mil gracias naturales parecían
descubrirse a mis ojos sólo para desesperarme. Para colmo
de males tenía siempre a un hombre feliz ante mis ojos. Durante
este tiempo, nunca llevé a una mujer al lecho de mi dueño, nunca
pude desnudarla sin volver a mi cuarto con rabia en el corazón y
una horrible desesperación en el alma.
Así pasé mi desgraciada juventud. Mi único confidente era yo
mismo. Cargado de disgustos y de penas, me veía obligado a tragármelas,
y sólo podía mirar con ojos severos a estas mujeres a las
cuales estaba tentado de comunicar mi ternura. Si llegaban a descubrirme,
estaba perdido. Hubieran abusado de mí.
Recuerdo que un día que acompañaba a una mujer al baño me
sentí transportado de tal manera que perdí totalmente la razón y
me atreví a llevar mi mano a un lugar que hubiera debido atemorizarme.
Creía que había llegado mi última hora, aunque tuve suerte
de escapar a mil muertes. Pero la bella que había sido confidente de
mi debilidad me hizo pagar muy caro su silencio. Perdí enteramente
mi autoridad sobre ella y me obligó después a condescender con
ella en cosas que me expusieron mil veces a perder la vida.
Finalmente se desvaneció el fuego de la juventud. Soy viejo y en
este aspecto me siento tranquilo. Miro a las mujeres con indiferencia
y les devuelvo todos sus desprecios y todos los tormentos que
me han hecho sufrir. Tengo siempre presente que nací para mandar
sobre ellas y algunas veces, cuando les ordeno algo, me parece que
soy de nuevo un hombre. Las odio desde que las miro con frialdad
y desde que mi razón me permite ver sus debilidades. Aun cuando
las guardo para otro, el placer de hacerme obedecer me proporciona
una secreta alegría. Cuando las privo de todo me parece que es
para mí y con esto obtengo una satisfacción indirecta. Me encuentro
en el serrallo como en un pequeño imperio, y mi ambición, la
única pasión que me queda, me satisface poco. Veo con placer que
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todo recae sobre mí y que en todo momento soy necesario. Cargo
de buen grado con el odio de todas esas mujeres que me afirman en
el puesto en que estoy. Pero tampoco tratan con un ingrato. Me
muestro siempre contrario a sus placeres más inocentes. Me presento
siempre a ellas como una barrera inconmovible. Hacen proyectos
y de improviso los desbarato. Me armo de negativas, me lleno
de escrúpulos. Mi boca sólo se abre para decir palabras como deber,
virtud, pudor, modestia. Las desespero hablándoles sin cesar de la
debilidad de su sexo y de la autoridad de su señor. Seguidamente, me
lamento de verme obligado a tanta severidad y hago ver que quiero
hacerles entender que no tengo otro motivo que su propio interés y
un gran afecto por ellas.
Claro está que yo también sufro infinitos disgustos y que todos
los días estas vengativas mujeres tratan de añadir otros a los que yo
les doy. Tienen reacciones terribles. Hay entre nosotros como un
flujo y reflujo de mando y sumisión. Me encargan siempre los trabajos
más humillantes. Me dedican un desprecio que no tiene par y,
sin tener en cuenta mis años, me hacen levantar por la noche diez
veces por cualquier pequeñez. Me llueven órdenes, deseos, caprichos.
Parece como si se relevaran para utilizarme y se sucedieran en
sus fantasías. A menudo se divierten haciéndome multiplicar mis
cuidados.
Me hacen llegar falsas confidencias. A veces vienen a decirme
que han visto a un joven junto a los muros o bien que se ha
oído un ruido o que hay que enviar una carta. Estas cosas me inquietan
y ellas se ríen de mis inquietudes. Les encanta ver cómo me
atormento a mí mismo. En otra ocasión me atan detrás de su puerta
y me dejan allí noche y día. Saben simular enfermedades, desfallecimientos,
sustos. No les falta pretexto para llevarme donde quieren.
En estos casos, hay que mostrarles una obediencia ciega y una
complacencia sin límites. Una negativa en boca de un hombre como
yo, sería una cosa inaudita y tendrían derecho a castigarme si vacilara
en obedecerlas. Preferiría, querido Ibbi, perder la vida a rebajarme
a tal humillación.
Cartas persas 23
Pero esto no es todo. Nunca estoy seguro de gozar continuamente
del favor de mi dueño. Tengo en su corazón muchas enemigas
que no piensan más que en perderme. Ellas tienen cuartos de
hora en que yo no soy escuchado, cuartos de hora en que no se les
niega nada, cuartos de hora en que no tengo razón. Yo llevo al lecho
de mi dueño mujeres irritadas. ¿Crees que allí se trabaja para mí y
que mi partido es allí el más fuerte? Puedo temerlo todo de sus lágrimas,
de sus suspiros, de sus caricias, incluso de sus placeres. Están
en el lugar de su triunfo. Sus encantos se vuelven terribles para
mí. Los servicios presentes borran en un momento todos mis servicios
pasados y nada puede responderme de un dueño que no se
pertenece a sí mismo.
¡Cuántas veces me he acostado con su favor y me he levantado
en desgracia! ¿Qué había yo hecho aquel día que fui indignamente
azotado? Dejé a una mujer en los brazos de mi dueño. Cuando ella
vio que su corazón ardía, vertió un torrente de lágrimas, se lamentó
y supo manejar tan bien sus quejas que aumentaban a medida que
crecía el amor que ella hacía nacer. ¿Cómo hubiera podido aguantar
en un momento tan crítico? Me vi perdido cuando menos lo esperaba.
Fui víctima de una negociación amorosa y de un tratado hecho
de suspiros. He aquí, querido Ibbi, el estado cruel en que siempre
he vivido.
¡Qué feliz eres tú! Tus cuidados se limitan solamente a la persona
de Usbek. Te es fácil contentarle y mantenerte en su favor hasta el
último de tus días.
Serrallo de Ispahán, último día de la luna de Safar, 1711.
X. MIRZA A SU AMIGO USBEK, EN ERZERÚN
Tú eras el único que hubiera podido compensarme de la ausencia
de Rica y sólo él consolarme de la tuya. Te echamos de menos, Usbek,
24 Montesquieu
eras el alma de nuestro grupo. ¡Cuánta violencia hace falta para romper
los efectos nacidos del corazón y del espíritu!
Aquí se organizan frecuentemente discusiones, en particular sobre
la moral. Ayer tratamos de si los hombres alcanzaban la felicidad
por los placeres y la satisfacción de los sentidos o bien por la
práctica de la virtud. Te he oído decir muchas veces que los hombres
habían nacido para ser virtuosos y que la justicia es una cualidad
que les pertenece tanto como la existencia. Explícame por favor
lo que querías decir con esto.
Hablé con unos mollacks 6 que me hicieron perder el tino con sus
citas del Corán, ya que yo no les hablaba como verdadero creyente
sino como hombre, como ciudadano y como padre de familia.
Adiós.
Ispahán, último día de la luna de Safar, 1711.
XI. USBEK A MIRZA, EN ISPAHÁN
Renuncias a tu razón para poner a prueba la mía. Te rebajas a consultarme
y me crees capacitado para enseñarte. Mi querido Mirza,
hay una cosa que me halaga aún más que la buena opinión que tienes
de mí, y es tu amistad que me la procura.
No creo que tenga que emplear razonamientos demasiado abstractos
para contestarte a lo que me pides. Hay verdades sobre las
que no basta convencer, sino además es preciso hacerlas sentir. Eso
ocurre con las verdades de la moral. Espero que el episodio histórico
que voy a contarte te ilustre más que una sutil filosofía.
Vivía en tierras de Arabia un pueblo poco numeroso llamado
Troglodita7 descendiente de los antiguos trogloditas que, al decir de
6 Mollacks : Sacerdotes sabios o doctores; ahora ya no son más que monjes mendicantes.
7 Los trogloditas: Son un pueblo fabuloso de que habla Herodoto; los sitúa próximos a los
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los historiadores, se parecían más a los animales que a los hombres.
Pero éstos no eran ni con mucho tan deformes como sus antepasados,
ni eran velludos como osos, ni emitían silbidos. Tenían dos
ojos pero eran tan malvados y feroces que no existía para ellos ningún
principio de equidad ni de justicia.
Tenían un rey de origen extranjero que a fin de corregir su malignidad
les trataba severamente. Ellos se conjuraron contra él, lo
mataron y exterminaron a toda la familia real.
Una vez hecho esto se reunieron para elegir un gobierno y, no
sin muchas disensiones, eligieron a sus magistrados. Sin embargo,
cuando ya estuvieron en el poder, se les hicieron insoportables y
también los inmolaron.
Entonces, libres ya del nuevo yugo, se decidieron a vivir conforme
a su naturaleza salvaje. Convinieron que, en adelante, no obedecerían
a nadie y que cada uno velaría por sus intereses sin tener en
cuenta los de los demás.
Esta resolución unánime encantó a todo el mundo. ¿Por qué tengo
que matarme en trabajar por gente que no me importa nada?,
dijeron. Pensaré sólo en mí y viviré feliz. ¿Qué se me da a mí que
los demás lo sean? Satisfaré mis necesidades y, si es así, me importa
poco que los otros trogloditas vivan en la miseria.
Era la época de la siembra. Cada uno pensaba: Labraré la parte
de mi tierra que baste para procurarme el sustento. Lo demás será
inútil. No quiero trabajar por nada.
Pero no todas las tierras de este pequeño reino eran iguales. Las
había áridas y las había montañosas, y otras, situadas en terrenos
bajos, estaban atravesadas por numerosas corrientes. Aquel año hubo
una gran sequía, de forma que las tierras altas no produjeron nada
mientras que las que pudieron regarse dieron una abundante cosecha.
lotófagos y a los garamantes, pero no dice nada más de ellos. Posteriormente, se pretendió
que habían vivido en Abisinia, al encontrarse en este país numerosas viviendas subterráneas;
y la palabra troglodita, convertida en nombre común, designa actualmente a los pueblos
que viven en subterráneos, a lo cual no aludió en modo alguno Montesquieu.
26 Montesquieu
Los que vivían en las montañas casi murieron de hambre porque los
otros del llano no quisieron repartir con ellos la cosecha.
Al año siguiente llovió mucho y así las tierras montañosas fueron
muy fértiles mientras que las bajas se inundaron. La mitad de la gente
pasó hambre y los demás fueron con ellos tan implacables como
ellos lo habían sido.
Uno de los principales trogloditas del pueblo tenía una mujer
muy bella. Su vecino se enamoró de ella y la raptó. Hubo un gran
escándalo y después de muchas injurias y agresiones acordaron pedir
a un personaje, quien en los años de la república gozaba de buena
reputación, que decidiera en aquel caso. Fueron a verle y comenzaron
a explicarle las razones de su desavenencia. ¿Qué me importa,
dijo él, que esta mujer sea tuya o que sea del otro? Tengo trabajo en
mis tierras. No voy a perder el tiempo en arreglar vuestras diferencias
y en ocuparme de vuestros asuntos mientras abandono los
míos. Os ruego que me dejéis en paz y que no me importunéis con
vuestras peleas. Les dejó, pues, y se fue a trabajar.
El raptor, que era más fuerte que el otro, juró que moriría antes
que devolver a la mujer que había raptado. El ofendido, dolido por
la injusticia de su vecino y por la dureza del juez, regresaba desesperado
cuando encontró en su camino a una joven muy hermosa que
había ido a la fuente. No tenía mujer, le gustó aquélla y le gustó aún
más cuando supo que era la esposa del que había querido elegir por
juez y que tan poco caso había hecho de su desgracia. La raptó y se
la llevó a su casa.
Había un hombre que tenía un campo muy fértil que trabajaba
muy cuidadosamente. Dos vecinos suyos se unieron, le echaron de
sus tierras y las ocuparon. Concertaron entre los dos una unión con
el fin de defenderse de los que pretendieran usurpar las tierras y se
sostuvieron así durante varios meses. Pero uno de ellos, cansado de
repartir con su compañero lo que podía ser para él solo, mató al otro
y se convirtió en único dueño. Su gloria duró poco. Otros dos trogloditas
fueron a atacarlo. Él solo no pudo resistir y también lo mataron.
Cartas persas 27
Un troglodita que andaba casi desnudo encontró a un hombre
que vendía lana y pidió el precio. El comerciante pensó: Sólo debiera
obtener de la venta de la lana lo que necesito para comprar
dos medidas de trigo. Pero voy a venderla por cuatro veces más a fin
de comprar ocho medidas. El comprador tuvo que pagar este precio.
Estoy contento, dijo el mercader, ahora podré comprar trigo.
¿Cómo, preguntó el comprador, necesitáis trigo? Puedo vendéroslo.
Quizás os asombre el precio pero ya sabéis que el trigo está muy
caro y que hay hambre en todas partes. Devolvedme lo que os he
pagado por la lana y os daré una medida de trigo. No me desprendería
por menos del que tengo aunque os viera morir de hambre.
Mientras tanto una cruel epidemia devastaba al pueblo. Llegó un
médico de un país vecino y administró sus remedios tan sabiamente
que curó a todos los que se pusieron en sus manos. Cuando desapareció
la enfermedad fue a ver a los que había curado para pedirles sus
honorarios. En todas partes se los negaron y él se volvió a su patria,
donde llegó agotado por el largo viaje. Poco después supo que la
enfermedad
había aparecido de nuevo y afligía con mayor rigor
aquella
tierra ingrata. Esta vez fueron a buscarle sin esperar a que él
acudiera.
Marchaos, hombres injustos, dijo. Tenéis en el alma un
veneno más ponzoñoso que aquel que queréis sanar. No merecéis
ocupar un lugar en el mundo porque no tenéis ninguna humanidad
y desconocéis las normas de la equidad. Ofendería a los dioses que
os castigan si me opusiera a la justicia de su cólera.
Erzerún, 3 de la luna de Gemmadi, 2, 1711.
XII. USBEK AL MISMO, EN ISPAHÁN
Has visto, querido Mirza, cómo los trogloditas perecieron por su
propia maldad y fueron víctimas de sus propias injusticias. De todas
las familias sólo dos escaparon de las desgracias que sufrió la nación.
28 Montesquieu
Había en el país dos hombres muy singulares que tenían humanidad,
conocían la justicia y amaban la virtud. Estaban ligados entre
sí no sólo por la rectitud de su corazón, sino también por la corrupción
ajena. Veían la desolación general y sólo por su piedad la lamentaban,
encontrando en esto un nuevo lazo de unión. Trabajaban
con una común solicitud por el interés general y no tenían entre sí
otras diferencias que las nacidas de una tierna amistad. Separados
de sus compatriotas indignos de su presencia, llevaban una vida
feliz y tranquila en el lugar más apartado del país. Los campos cultivados
por tan virtuosas manos, parecían producir por sí mismos.
Amaban a sus mujeres y eran amados. Ponían todo su cuidado en
educar a sus hijos en la virtud. Sin cesar les hacían ver las desgracias
que afligían a sus compatriotas poniéndoles ante los ojos este triste
ejemplo. Y, sobre todo, les hacían sentir que el interés de los particulares
se encuentra siempre en el interés común; que pretender separarse
de él es querer perderse; que la virtud no es una cosa que haya
de sernos difícil y que no debe mirársela como un ejercicio penoso;
que, en fin, la justicia para con los demás es una caridad para con
nosotros mismos.
Pronto tuvieron el consuelo de los padres virtuosos que es el que
sus hijos se parezcan a ellos. Así nació un pueblo joven, educado
con prudencia que se multiplicó por felices matrimonios; aumentó
su número, se consolidó su unidad, y la virtud, lejos de debilitarse
en la muchedumbre, se hizo por el contrario más fuerte por un mayor
número de ejemplos.
No hay que decir cuán felices fueron estos trogloditas. Tan justo
pueblo tenía que ser amado por los dioses. Tan pronto como abrió
los ojos para conocerlos, aprendió también a temerlos, y la religión
vino a suavizar en las costumbres lo que la naturaleza tenía de demasiado
áspero.
Instituyeron fiestas en honor de los dioses. Las muchachas adornadas
con flores y los jóvenes bailaban según los acordes de una música
bucólica. Se celebraban festines en los que la alegría no desdecía
Cartas persas 29
de la frugalidad. En estas asambleas aparecía la ingenua naturaleza;
era allí donde se aprendía a dar el corazón y a recibirlo; era allí donde
el pudor virginal asentía sonrojándose, sin reflexión, y se confirmaba
en seguida por el consentimiento de los padres; era allí donde
las madres jóvenes se complacían en preparar con mucho tiempo
una unión dulce y fiel.
Todos iban al templo a solicitar los favores de los dioses. No se
pedía la riqueza o la abundancia pues tales deseos eran indignos
de los felices trogloditas. Si acaso, las pedían para sus compatriotas.
Acudían
al pie de los altares para implorar la salud de sus padres, la
unión de sus hermanos, la ternura de sus mujeres, el amor y la obediencia
de sus hijos. Las muchachas les ofrecían el sacrificio primerizo
de su corazón y les pedían solamente la gracia de poder hacer
feliz a un troglodita.
Por la noche, cuando los rebaños abandonaban los prados y los
cansados bueyes volvían con el arado, ellos se reunían para cenar
frugalmente y cantaban las injusticias de los primeros trogloditas y
sus desgracias, la virtud renaciente del nuevo pueblo y su felicidad.
Exaltaban la grandeza de los dioses, los favores que constantemente
envían a los hombres que les imploran y su cólera inevitable para
aquellos que no les temen. Describían las delicias de la vida campestre
y la felicidad de una vida siempre adornada por la inocencia.
Pronto se abandonaban a un dulce sueño, nunca turbado por penas
ni cuidados.
La naturaleza satisfacía lo mismo sus deseos que sus necesidades.
La avaricia era una extraña en aquel país dichoso. El pueblo troglodita
se consideraba una sola familia. Los rebaños solían mezclarse y
todo el mundo se ahorraba el trabajo de hacer la partición.
Erzerún, 6 de la luna de Gemmadi, 2, 1711.
30 Montesquieu
XIII. USBEK AL MISMO
No sé cómo ponderarte la virtud de los trogloditas. Uno de ellos
decía en una ocasión: Mi padre debe labrar su campo mañana. Me
levantaré dos horas antes que él y cuando él llegue encontrará el
trabajo hecho.
Otro pensaba: Me parece que a mi hermana le gusta un joven
pariente nuestro. Hablaré a mi padre para que se decida a concertar
esa boda.
Le dijeron a un hombre que los ladrones habían robado su rebaño:
Lo siento en el alma, dijo, porque había una ternera blanca que
guardaba para ofrecerla a los dioses.
Tengo que ir al templo se oía decir a otro para dar las gracias
a los dioses. Mi hermano a quien tanto quiere mi padre y al cual
profeso yo tanto cariño, ha recobrado la salud.
O bien: Los trabajadores del campo que linda con el de mi padre
están siempre expuestos a los rayos del sol. Tengo que plantar
dos árboles para que esta pobre gente pueda descansar, de cuando
en cuando, bajo su sombra.
Un día que varios trogloditas estaban reunidos, un viejo habló de
un joven de quien sospechaba que había cometido una mala acción
y le hizo reproches. No creemos que haya cometido tal crimen
dijeron los jóvenes trogloditas. Pero si realmente lo ha hecho,
¡ojalá sea el último de su familia en encontrar la muerte!
Dijeron a un troglodita que unos extranjeros habían saqueado su
casa y se lo habían llevado todo. Si no fuera por lo injustos que
son, desearía que los dioses les concedieran disfrutar de estas cosas
por más tiempo que a mí.
Pero la propiedad de los trogloditas fue mirada con envidia. Se
reunieron los pueblos vecinos y decidieron robarles los rebaños con
un pretexto cualquiera. Cuando los trogloditas supieron lo que
iban a hacer, les enviaron embajadores que les dijeron: ¿Qué os han
hecho los trogloditas? ¿Han raptado a vuestras mujeres, han robado
Cartas persas 31
vuestros rebaños o asolado vuestros campos? No, somos justos y
tememos a los dioses. ¿Qué queréis de nosotros? ¿Queréis lana para
haceros vestidos? ¿Queréis leche para vuestros rebaños o frutos de
nuestros campos? Deponed las armas. Venid con nosotros y os daremos
lo que queráis. Pero por lo más sagrado juramos que si entráis
en nuestras tierras como enemigos os miraremos como a un
pueblo injusto y os trataremos como a bestias salvajes.
Estas palabras fueron escuchadas con desprecio. Aquellos pueblos
salvajes invadieron la tierra de los trogloditas a quienes creían
defendidos sólo por su inocencia.
Pero ellos estaban bien preparados para defenderse. Habían colocado
a las mujeres y los niños en medio de ellos. Les asombraba
la injusticia de sus enemigos pero no su número. Un renovado
ardor se apoderó de su corazón. ¿Quién no quería morir por su
padre; quién no, por su mujer y por sus hijos? Uno, por sus herma-
nos; otro, por sus amigos. Todos deseaban sacrificarse por el pueblo
troglodita. El lugar del que moría era inmediatamente ocupado
por otro, y éste, además de la causa común, tenía otra muerte que
vengar.
Fue éste el combate de la injusticia contra la virtud. Aquellos
pueblos cobardes que no pretendían sino el botín, no tuvieron vergüenza
de huir. Cedieron ante la virtud de los trogloditas pero no
tomaron ejemplo de ella.
Erzerún, 9 de la luna de Gemmadi, 2, 1711.
XIV. USBEK AL MISMO
En vista de que el pueblo aumentaba de día en día, los trogloditas
creyeron llegado el momento de elegir un rey. Acordaron que designarían
a quien fuera más justo entre ellos. Todos los ojos se volvieron
a un anciano venerable por sus años y por su virtud. Este
32 Montesquieu
hombre no había querido asistir a la reunión y se había retirado a su
casa con el corazón lleno de tristeza.
Cuando los diputados se presentaron a él para darle cuenta de la
elección, dijo: Quiera Dios ser servido de que yo no ofenda a los
trogloditas si se piensan que no hay ninguno entre ellos más justo
que yo. Me otorgáis la corona y si os empeñáis tendré que aceptarla.
Pero sabed que moriré de dolor por haber visto a los trogloditas
libres
al nacer y verlos ahora sometidos. Al decir esto se puso a verter
torrentes de lágrimas. Día nefasto, dijo, ¿por qué he vivido tanto?
Y luego clamó con voz severa: Ya entiendo, trogloditas, vuestra
virtud8 comienza a pesaros. En el estado en que ahora os encontráis,
como no tenéis jefe que os mande, os veis obligados a ser virtuosos
a pesar vuestro. De otra forma no podríais sobrevivir
y
caeríais en la desgracia de vuestros primeros padres. Pero este yugo
os parece demasiado duro. Preferís vivir sometidos a un príncipe y
obedecer sus leyes, que son menos rígidas que vuestras costumbres.
Sabéis que a partir de entonces podréis contentar vuestra ambición,
adquirir riquezas y languidecer en una cobarde voluptuosidad, y
que, mientras evitéis caer en los grandes delitos, no necesitaréis la
virtud. Se detuvo y lloró más que nunca. ¿Qué pretendéis que yo
haga? ¿Cómo puedo mandar algo a un troglodita? ¿Queréis
que haga
una acción virtuosa porque yo se lo ordene, cuando él la haría igualmente
sin mí por la sola inclinación de la naturaleza? Oh, trogloditas,
he llegado al fin de mis días y mi sangre está helada en mis venas.
Pronto veré a vuestros sagrados antepasados. ¿Por qué queréis
que les aflija y que me vea obligado a decirles que os he dejado sometidos
a un yugo que no es el de la virtud?
Erzerún, 10 de la luna de Gemmadi, 2, 1711.
8 Virtud: A partir de 1720 la virtud es considerada por Montesquieu como el principio de
los gobiernos populares. La fábula de los trogloditas es un esbozo de lo que había de ser su
teoría de los tres Estados, pues este pueblo conoció, en efecto, la Anarquía, la República y la
Monarquía, sucesivamente.
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